martes, 20 de octubre de 2015

EL PEOR DÍA (2X35)

Hoy no es un buen día y lo noto en cuanto me incorporo en la cama y pongo el pie en el suelo. El izquierdo, para variar. Y no es que crea en ese tipo de supersticiones, ni en ninguna otra, pero lo he sentido nada más escuchar el sonido del despertador. Quizás tenga algo que ver haberme quedado dormida ayer mientras las lágrimas se me escapaban de los ojos. Es inevitable que cada día que pase la eche más de menos y, en ocasiones, me queda demasiado grande toda esta distancia. Cada kilómetro se multiplica por diez. Cada porción de agua que nos separa se convierte en dos. Cada partícula de aire entre nosotras escuece al respirar. No sé el por qué, ni el por qué otros días no, pero ayer me quemó en exceso tener que darle los buenos días cuando ella me deseaba dulces sueños. Dejé el móvil, tapé mi cabeza con las sábanas y lloré como llevaba sin hacerlo desde la última vez que la vi. Supongo que fue un ataque de sensibilidad que derivó en una nostalgia que decidió presentarse en mi cuerpo en forma de lágrimas y quedarse conmigo gran parte de la noche. Supongo muchas cosas y lo único que tengo claro es que no tenerla a mi lado mata más que un arma blanca. Día a día convivo con diferente estados de ánimo: durante unas horas estoy radiante de felicidad porque me veo muy segura de tener el antídoto contra la distancia, un rato después tengo dudas y cuando pasa algo más de tiempo me encuentro sumida en un llanto y considerándome una idiota por creer que vamos a poder llevar una relación así. A veces tengo suerte y estos varios días en el primer estado, pero otras veces mi ficha cae en la casilla negativa y pasa lo de anoche. Y una de las cosas que más me chocan es que, al contrario que en todas nuestras etapas ya pasadas, ahora soy yo la inestable, la que está envuelta en un vendaval de dudas y vaivenes. Mientras, ella me repite casi a cada instante que cuando el amor es tan grande como el que tenemos nosotras los más de nueve mil kilómetros que nos separan son solo números. Y lo dice tan feliz, con una sonrisa tan sincera, que no soy capaz de negarlo. Incluso me lo contagia durante un tiempo. Para ser sincera, agradezco enormemente que ella esté tan bien porque si no lo estuviera me vendría aún más abajo. Pero no. Está y no falla. Consigue hacerme reír hasta en los peores momentos y todo sigue saliendo rodado. Es verdad que no le confieso lo mucho que me duele la situación, pero se que lo nota. Lo sé porque cuando peor estoy es cuando más trata de hacerme creer que merece la pena luchar. Y cuando más ganas de llorar tengo es cuando más sonrisas me saca. Y siempre, absolutamente siempre, lo logra.



Afortunadamente, estoy muy inmersa en mi nuevo trabajo y tengo menos tiempo para echar de menos lo que he dejado en Madrid. Todos los días, excepto los fines de semana, entro a la oficina a las ocho de la mañana y salgo a las cinco, con más de una hora entre medias para comer. Ese es el horario que he firmado, pero no es el que cumplo. Realmente, mi hora de salida suelen ser más las siete o las ocho, a no ser que tenga algo que hacer.Y no es porque me obliguen, sino porque quiero. Prefiero estar allí adelantando trabajo o perfeccionando el hecho que irme a casa para darle vueltas a la cabeza. De esta forma, solo tengo a noche para machacarme pensando los kilómetros. Y, como es de suponer, tenemos muy poco tiempo para hablar por teléfono, y muchísimo menos para vernos por Skype. Aún así, hemos encontrado una hora a la que siempre podemos hacernos una llamada y lo cumplimos cada día: mientras tengo mi descanso para comer. En España es aproximadamente la hora de cenar y Malú suele estar menos ocupada. Y, si lo está, siempre se escapa de lo que sea para coger el móvil. Hablamos durante una hora. Puede que a la gente le parezca poco pero son los minutos que más cerca me siento de ella y los necesito. Por un momento no estoy pendiente de si está en línea, de si está a punto de irse a dormir o de si me va a responder antes de que tenga que marcharme a trabajar. Por un rato sé que todas mis oraciones serán respondidas al instante de salir por mi boca y no sabe nadie la ilusión que me hace. Ahí sí que se me olvida cómo de lejos está o cuánto quedará para vernos. Se me olvida hasta dónde estoy y qué me rodea. Siempre he dicho que su voz, ya sea hablando o cantando, era muy importante para mí. Pero ahora es más que eso. Ahora es darme cuenta de que sigue ahí, aunque sea al otro lado de un frío instrumento electrónico, haciéndome reír con su risa. Ahora es indispensable. Por otro lado, por Skype también nos vemos aunque no tanto como nos gustaría. Los fines de semana encendemos el ordenador a la vez, a la misma hora aproximadamente que realizamos la llamada telefónica el resto de días. Y eso es lo mejor que me puede pasar en las cuarenta y ocho horas que dura el fin de semana. Ella. Con su coleta de los domingos, la ropa de estar por casa y en una cama aún desecha. Casi tan preciosa como cuando, un día como el de hoy hace no mucho, me despertaba a su lado. Su sonrisa atraviesa todos los kilómetros y llena de luz la habitación de mi nuevo piso. Y me siento bien. Me siento tan enamorada como siempre.

Cuando llego a la oficina, Rachel me recibe sonriente y me da un abrazo. La verdad es que la chica me está ayudando en todo y hace que me cueste bastante menos adaptarme al nuevo entorno. Desde el principio somos inseparables, y eso ha hecho que nos hayamos cogido mucho cariño. De vez en cuando tomamos algo juntas, alguna día se ha hecho pasar por mi guía turístico y me ha presentado a gente para que me sienta menos sola en este lugar tan desconocido para mí. Rachel es un par de centímetros más alta que yo, aunque el uso de tacones nos iguala. Es muy delgada. En una ocasión me explicó que lo de no ganar kilos le viene de familia. Puede comer lo que le de la gana y su cuerpo no se hincha. A todos nos parecería una ventaja, pero a ella no. Dice que su delgadez le hace sentirse incómoda. Hace pensar que es frágil y débil y, en realidad, al conocerla te das cuenta de que esas dos palabras no entran en su descripción. Además, no le hace gracia que haya personas que crean que tiene un grave trastorno alimenticio, aunque ya lo tiene asumido. Como es de esperar después de ver su cuerpo, tiene un rostro muy fino. Con la cara alargada y unos pómulos pronunciados. Los labios son muy delgados, por eso suele pintarlos de colores fuertes para resaltarlos. Su pelo es castaño combinado con reflejos más claros, peinado casi siempre con unas ondas perfectas que le dan mucho volumen. En cualquier caso y, aunque el cuerpo sea lo primero que destaca de la joven, los ojos son lo más bonito que tiene. Son azules, muy claros. Casi grises. Casi transparentes.

-¡Hoy viene Nathan Evanson! - Exclama ilusionada Rachel en cuanto entramos a mi despacho.

-El mismo. - Comento al recordar la agenda para el día de hoy. - ¿Quién es?

-¿Quién es? ¿Me lo preguntas en serio? - La joven me mira horrorizada, como si no saber quién es el tal Nathan Evanson fuera peor que no haber aprendido a sumar en el colegio. - Te perdono porque acabas de llegar a Los Ángeles, pero... ¿Nos ves la televisión? ¿No miras las revistas? ¡Nathan está en todas partes!

-Tranquila, tranquila. - No puedo evitar reírme al ver la emoción con la que habla del chico. Salta de un lado para otro y acompaña cada palabra con movimientos de manos. - Bueno, pues explícame quién es porque sino voy a quedar fatal.

-¿Has visto el anuncio de los relojes deportivos AXY?

-¿Ese en el que sale un chico tomando el sol en la toalla, después se tira al agua de cabeza y sale apartándose el pelo de la cara como si fuera un dios del Olimpo?

-¡Sí, sí! ¡Ese es Nathan! - Se sienta en la silla que hay enfrente de mí y me enseña el fondo de pantalla de su móvil, en el que aparece el chico en primer plano, sin camiseta. Es el típico chico joven que vuelve locas a todas las adolescentes.

-Es mono... - Comento.

-¿Mono? ¿Solo mono? ¡Está buenísimo! Tú no lo ves porque te van las mujeres...

-Aunque me gusten las mujeres puedo apreciar cuándo un hombre es guapo, ¡eh! - Espeto haciéndome la indignada. Es verdad que los hombre ni me van ni me vienen, pero si es guapo, es guapo.

-Vale, vale. - Admite partiéndose de risa. Otra de las cosas que representan a Rachel es que siempre, absolutamente siempre, va acompañada de una bolsa inagotable de risas.

Según me comenta, Nathan es el chico más popular de Norteamérica y, a pasos agigantados, se está haciendo conocer en todo el mundo. Se dedica a hacer películas, principalmente, pero también es imagen de un número creciente de marcas. Perfumes, ropa, relojes, coches... Todos quieren que Nathan ponga cara a sus productos. El joven debe tener poco más de veinte años y ya tiene más dinero del que yo tendré en toda mi vida. El público adolescente está exaltado desde que el actor se dio a conocer en una película romántica hace unos meses, y ahora le llegan trabajos de todas partes. Además, según sale en la prensa, empezó a salir hace poco con Alison Collins, una chica que tiene las mismas características que él: joven, adinerada, actriz, guapa e infinitamente popular.

A las once habíamos quedado con el actor y su mánager en mi despacho. Primero firmaríamos unos cuantos papeles básicos de la empresa y rápidamente iríamos un par de plantas más abajo, donde tenemos una sala ya ambientada para la sesión. En este caso es publicidad para una marca de ropa interior masculina, así que hemos diseñado una pequeña habitación para tomar las fotos del chico en la cama. Pero a las once no aparece. Ni a las doce.Y a mí, que en aspectos de trabajo soy excesivamente profesional, me irrita la falta de puntualidad. Si me retraso dos horas con esto, luego tendré que hacer a destiempo mis otras tareas. Es casi la una cuando Rachel llama al teléfono de mi despacho informándome de que acaban de llegar. El recibimiento que les hago, como era de esperar, no es demasiado efusivo ni amable. Cuando pasan, les saludo con un frío apretón de manos. Además, ni siquiera se disculpan por haber llegado con tanto retraso. A la derecha se sienta el mánager. Es un hombre que rozará los cuarenta años de edad. Viene con un traje negro, acompañado de corbata roja y camisa blanca. Muy elegante. El pelo lo lleva engominado hacia atrás y con la barba bien recortada. Al mirarlo detenidamente me doy cuenta de que probablemente no llegue a los cuarenta. De hecho, puede que acabe de pasar los treinta. Pero de primeras, entre tanta frialdad y elegancia, da la impresión de que tenga más edad de la que seguramente tiene. Y, a la izquierda, toma asiento el hiper famoso Nathan Evanson. Es tal y como le recordaba en los anuncios. Lleva unos pantalones ajustados negros con alguna rotura, una camiseta simple de color blanco y una chaqueta de cuero del mismo color que lo pantalones. No tiene ni un poco de barba, intuyo que por su corta edad y el papel de adolescente que interpreta en las películas. En cuanto al pelo, es castaño claro y tiene un tupé no demasiado pronunciado. Mi compañera de trabajo me había dicho que lo que más le gustaba de él eran sus ojos, pero no puedo comprobarlo porque los esconde tras una gafas de sol negras. Ni siquiera habla. Simplemente se sienta con las piernas abiertas para dejar en el hueco que queda entre ellas un casco de moto y se dedica a masticar chicle descaradamente.

-Bueno, firmamos estos papeles y bajamos para empezar cuanto antes. - Dejo frente a ambos unos folios e indico la esquina inferior derecha en la que tienen que dejar sus firmas.

-Primero quiero leerlos. - Comenta el mayor de los dos. Es una postura totalmente normal. Todos los clientes leen los documentos antes de firmarlos. Pero es que ellos han llegado horas tarde y ahora van con la parsimonia de una persona que llega antes a cualquier parte. No dejo de mirar el reloj para denotar mi prisa, y tengo la impresión de que él cada vez más despacio. Mientras tanto, Nathan sigue a los suyo jugueteando con el móvil.

Tarda casi quince minutos en leer, hacer algunas preguntas sobre los documentos y firmar. En cuanto acaba, les acompaño a la planta de abajo, en la que maquillaran al chico y le pondrán la ropa adecuada para la sesión. Mientras, en la misma sala, yo voy a un cuarto en el que me puedo poner algo de ropa cómoda. Lo hago rápido. No puedo perder más tiempo de todo el que ya me falta. Unos pitillos, una camiseta ancha y unas deportivas. Por último, me recojo el pelo con el moño habitual para fotografiar. Cojo la cámara y voy a la sala. Aún no hay nadie pero, sinceramente, eso no me sorprende. Solo espero que no tarde mucho en aparece el dichoso famoso que, de primeras, no me ha caído nada bien y no tiene pinta de que vaya a cambiar de postura. Solo veo cómo las manecillas de mi reloj van girando, y yo empiezo a girar también nerviosa por la sala. A las dos y media es mi hora de comer, y ya pasa la una y media.

Unos minutos más tarde aparece por la puerta envuelto en una bata y con un arsenal de maquilladores y maquilladoras. Por lo menos son cinco personas las que le siguen, supongo que para ir retocando el maquillaje y el pelo durante el tiempo que pasemos juntos. De todas formas, me sorprende y a la vez me desagrada. Me sorprende porque estoy segura de que están aquí porque él lo ha pedido y no estoy acostumbrada a ello, y me desagrada porque me quita movimiento y fluidez a la hora de trabajar.

-Empezamos rápido. - Comento mientras cojo la cámara que llevo colgada al cuello.

-Sin prisas. - Me corta el actor. Es la primera vez que le oigo hablar y no podía haber dicho nada peor. ¿Sin prisas? Parece que no se ha dado cuenta del retraso que llevamos. Aún así, decido callarme para no darle una mala contestación.

-Vamos a hacer primero una fotos simples para ajustar el brillo y luego nos ponemos con lo bueno.

-No eres norteamericana, ¿verdad? - Me pregunta de pronto.

-No. - Respondo de manera escueta. - Siéntate en la cama y mira a la cámara sin sonreír.

-¿Y de dónde eres? - Me vuelve a hacer una pregunta como si le dieran igual mis indicaciones, a pesar de que se ha sentado y he podido hacer la foto que quería.

- Ahora ladea la cabeza mirando al suelo. - Se lo pido y así lo hace.

-Venga, jugamos a un juego. Dime tu nombre e intento adivinar de dónde eres. - Propone con una sonrisa pícara.

-Vamos a jugar a otro juego: tú te conviertes en modelo y yo seré tu fotógrafa. ¿Qué te parece? - La verdad es que se me escapa. He sonado muy borde, pero es lo que me apetecía decirle. Contra todo pronóstico, Nathan se tapa los ojos con la manos y empieza a reírse. Aprovecho y tomo una foto de ese gesto. La verdad es que es idiota, pero también muy fotogénico. - Empezamos ya las fotos buenas. Ponte de rodillas en la cama.

Durante un rato consigo que la sesión vaya medianamente bien. Cumple con todo lo que le voy indicando y la verdad es que sale bien en cada captura. El chico es guapo, no puedo negarlo. Además, Rachel tenía razón respecto a sus ojos. No son ni verdes ni azules, pero tienen un tono marrón miel que llama mucho la atención y queda genial ante la cámara. Fotografiarle es fácil. Lo difícil es aguantarle. Sus preguntas comprometidas y frases de mal gusto me llevan a un punto en el que tengo que contenerme para no perder los nervios. Pocas veces me he sentido tan incómoda en una sesión, y menos cuando, para colmo, la persona que tengo delante lo hace bien. Odio su actitud. Cada gesto y cada postura los hace creyéndose que nadie en el mundo tiene mejor cara o mejor cuerpo que él. Se le ve altivo a kilómetros de distancia y eso no me gusta ni un pelo. Encima tengo que aguantar pausas cada dos minutos porque al señorito se le descoloca el pelo un milímetro y tiene que acudir su ejército a dejarle perfecto.

-Son las dos y media. Vamos a tomarnos un descanso y luego seguimos. - Propongo cuando llega mi hora de comer.

-Lo siento, pero no va a ser posible. - Interviene el mánager del actor que, durante el resto de sesión, había permanecido sentado en una silla sin despegar la mirada de su tablet. - Tenemos otros compromisos.

-Ya, pero es mi hora de comer. - Comento mientras sigo recogiendo mi cámara.

-Podemos seguir y comes más tarde.

-Yo también tengo otros asuntos que he tenido que retrasar por su retraso, así que no pretenda que ahora sigamos como si nada. - No solo me muero de hambre, sino que este es el único rato que puedo aprovechar para hablar con Malú por teléfono y  no me apetece perderlo.

-Pues lo siento, pero Nathan y yo nos tenemos que ir. Vendremos otro día.

-¿Cómo que otro día? - Pregunto atónita. - Mañana tenemos que entregar a la empresa las fotografías para que empiecen a hacer la publicidad de sus productos.

-Venga, ojos bonitos... - Dice el actor con voz melosa.

-¡Tú cállate! - Reacciono tras sus palabras. Lo único que desencadeno en él son risas.

-Usted verá cómo lo soluciona. - No me puedo creer lo que está pasando. Como todos los famosos con los que tenga que trabajar sean así voy a acabar harta de mi trabajo, y eso es algo que jamás me podía haber imaginado. Vuelvo a coger la cámara resoplando. No me queda otra que seguir con la sesión saltándome la comida y la llamada. Por primera vez desde que me fui de España no iba a hablar con ella a la hora de comer.

Forzada y con una actitud mucho más negativa que antes, continúo con la sesión. Nathan no deja de sonreír y de mirarme como queriendo decir: yo soy el famoso y he ganado. Y yo no dejo de pensar en las ganas que tengo de darle un puñetazo en la cara bonita que le ha hecho famoso. Porque estoy segura de que como actor no vale todo lo que cobra.

Casi una hora después, la sesión finaliza. Por fin. Nunca creí que, después de tantos obstáculos, fuera a acabar todo esto. Me despido con frialdad de ambos y salgo por la puerta rezando lo poco que sé porque nunca más tenga que trabajar con ellos. Son desagradables, impuntuales, poco comprensivos y una gran lista de adjetivos que no quiero perder el tiempo en continuar. Miro el reloj y me doy cuenta de que son casi las cuatro y media. Mi hora de salida era a las cinco, así que ni paso por el despacho. Lo que me queda lo tomaré como la hora de comida que tengo preestablecida. Hoy no me apetece hacer horas de más. Cuando voy a irme, Rachel me asalta para agobiarme con millones de preguntas sobre el famoso con el que acabo de compartir unas horas, desgraciadamente. Solo le digo que mañana me quedo después del trabajo a tomar algo con ella y le cuento lo idiota que es su querido amor platónico.

Mi idea era pasarme a comer a un bar que hay al lado de la oficina. Pero, justo cuando estoy a punto de entrar, cambio de opinión. Me apetece más llegar a casa, comer cualquier guarrada y tumbarme en el sofá. Encamino mis pasos hacia la parada de autobús, que a esa hora está vacía. Parece que acaba de pasar hace poco así que me toca esperar. Al llegar, echo un vistazo a mi móvil. Tengo muchos mensajes y varias llamadas perdidas de Malú. Los primeros mensajes son saludos, los siguientes preguntas preocupadas y, para terminar, se despide esperando que todo esté bien. Intento llamarla, pero es en vano. A esas horas ya debe de estar haciendo una entrevista o algo por el estilo, así que le pongo un mensaje explicando que he tenido un día difícil de trabajo, que ya le explicaré y que lo siento.

- ¡Ey! - Una moto se para delante de mi y el conductor me saluda. No reconozco quién es, por lo tanto vuelvo a centrarme en los mensajes. - ¡Rubia! ¿Ya te has olvidado de mi? - Sube el cristal del coche y me muestra sus inconfundibles ojos. No me puedo creer que no pueda librarme de él.



-Ojalá me hubiera olvidado de ti. - Comento tajante.

-¡Venga, no seas borde! Sube y te invito a comer.

-¿Tú no tenías muchos compromisos? - Pregunto recordando cómo su mánager me había hecho seguir la sesión sin pausar para comer.

-La verdad es que me están esperando en una reunión de empresa... Pero es muy aburrida. Prefiero ir a comer contigo.

-Lo siento, pero no iría a comer contigo ni aunque fueras la única persona del planeta y me estuviera muriendo de hambre. - De nuevo, su risa. Cada mala contestación que le doy se la toma con una sonrisa, como si le gustara.

-Quiero saber cómo se llama y de dónde es la única chica que conozco que no querría venir a comer conmigo.

-Pues te vas a quedar con la duda.

-Eso ya lo veremos... - Vuelve a arrancar la moto y baja el cristal del casco. - ¡Hasta pronto!

Por fin, le veo desaparecer por la carretera. Ahora sé que no tendré que volver a verle, a excepción de en revistas, televisión y las fotografías que aún tengo que retocar y mandar a la empresa de ropa interior esta misma tarde. Sin duda, ha sido el peor día de mi estancia en América. Empezó mal y tener que soportar a un niñato consentido que siempre tiene lo que quiere no ha ayudado. Lo que necesito es llegar a casa y que ella esté esperando para recibirme con abrazos y besos. Que me haga un zumo de esos que ella llama "sanadores", en los que mezcla todas las frutas que encuentra en su camino, y no siempre están buenos. Que sus perros me reciban con todas sus babas y quejarme hasta que sea ella la que me bese. Pero no. Al abrir la puerta de mi piso no hay nadie que me reciba. Solo hay luces apagadas y silencio. Y pronto reaparecen las ganas de llorar con las que me desperté por la mañana para decirme que, tal y como esperaba, no iba a ser un buen día.




3 comentarios:

  1. Quedé descolocada jajaja que vamos hacer con el guapo, necesito saber más jajaja, muchísimas gracias, por regalar capítulo a capítulo por hacerlos amenos y que queramos seguir leyendo. Un abrazo

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  2. Quedé descolocada jajaja que vamos hacer con el guapo, necesito saber más jajaja, muchísimas gracias, por regalar capítulo a capítulo por hacerlos amenos y que queramos seguir leyendo. Un abrazo

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  3. Jajajajajaja intentaré disipar las dudas lo antes posible, ¡prometido! Muchísimas gracias a ti y a todos los que seguís leyendo. Besos ;)

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